domingo, 26 de febrero de 2012

Cenizas en el viento


El día había amanecido nublado. Presagiaba lluvia. La mayoría de los asistentes decidieron llevar paraguas. Clara también. Paraguas blanco y gabardina a juego. El negro, para la familia. Los que iban a llorar su ausencia.

La ceremonia fue tan emotiva como cabía esperar. El viudo ensalzó a la mujer con voz ronca y ojos húmedos. Las dos hijas, enlazadas por la cintura, juraron no olvidarla. Desde los bancos de la capilla, sollozos entrecortados.

Bajo el árbol favorito de la muerta cavaron un pequeño hoyo. El viudo se encargó de abrir la urna. Te echaré de menos. Clara cerró los ojos. Por un instante, le pareció escuchar su risa atravesando las paredes del comedor, bromeando con el marido y las niñas, mientras ella cenaba en la cocina con la asistenta. Noche tras noche. Por un simple problema de espacio. Nada personal. Hasta que la abuela la mandó a buscar. Con la maleta en la mano, al despedirse, Clara la besó en la mejilla. Sólo dos palabras, suplicó. La mujer la apartó de su lado. Yo era una casi una niña y él un hombre casado. Fue un accidente. Y con su maravillosa sonrisa abrió la puerta. Ven a visitarnos cuando quieras. La abuela se llevó a Clara agarrada por la cintura. Mi niña. Tenía los labios muy pálidos. 

Al volcar la urna, el cielo se oscureció por completo y se levantó un viento de tormenta. La primera ráfaga recogió las cenizas y las alzó por encima del árbol. Parecía una señal. Tal vez ella les estaba sonriendo, allá arriba. Tan sólo dos palabras, mamá. Antes de que las cenizas cayeran sobre su cabeza, Clara abrió el paraguas. 



domingo, 12 de febrero de 2012

La señorita de las Montañas Rocosas


Yo vivía en Estes Park, un solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas. Tan sólo tres ranchos y algunas cabañas con el techo inclinado, a los pies de la masa nevada de Long´s Peack. Vaqueros, indios de caza y tramperos. Éso era todo. Hasta aquel 28 de septiembre. Las estrellas brillaban con fuerza en un cielo sin nubes. Mi padre fumaba apoyado en el umbral de nuestra casa. Desde el cuarto que compartía con mis hermanos, escuchaba su risa y su incesante charla, interrumpida apenas por los comentarios de mi madre, que cosía, sentada frente al fuego. Alrededor del rancho, pinos adormecidos acunaban a las ardillas y las sombras se movían al compás de un viento suave.

Antes de poder verlos, las aguas tranquilas del lago reflejaron la silueta de los tres jinetes que se acercaban. Dos jóvenes americanos y una extraña mujer con el pelo recogido en un moño y vestida con una mezcla de pantalón a la turca y una amplia falda ligada a los tobillos. La señorita descendió del caballo sonriendo. Venía de un largo viaje. Un año había tardado en llegar desde la lejana Inglaterra. Pero había llegado, al fin. Respiró con fuerza el silente esplendor del valle. Sus ojos azules, bellísimos, brillaban con el fulgor del fuego. Mi padre le tendió la mano y ella se la dejó estrechar con sencillez. El rigor moral de su educación había volado en el huracán que asoló el viejo navío con el que había cruzado el Pacífico. Pero no sólo eso. Al calor del fuego, y mientras duró el otoño, la señorita Bird, acostumbraba a contarnos historias de su antigua vida. Con voz suave y armoniosa, recordaba la perplejidad de los médicos que la trataban desde su infancia. Jaquecas, dolores de espalda. Crisis terribles que la obligaban a refugiarse en el hogar, rodeada de tisanas y libros piadosos. Sanguijuelas perforando su piel y el miedo devorando sus entrañas. Una enfermedad desconocida que la ataba a las patas del sofá, sin más distracción que las visitas caritativas de las señoras de la parroquia y, durante la remisión del dolor, la escritura de poemas. De himnología y metafísica, como corresponde a la hija de un reverendo. Y, de pronto, en medio de aquella terrible tempestad, el dolor voló, enredado en el viento que estremecía las olas. Isabella sonreía al recordarlo. Sonreía con una risa queda, de mujer libre. Ahora su cuerpo le pertenecía. Podía dormir en el suelo, escalar la ladera de un volcán o cabalgar. Montando a pelo. Yo solía escucharla abrazada a sus rodillas. Jamás había conocido a una mujer como la señorita Bird. No, no había una mujer como ella en todo Colorado. Y cada mañana, en el tiempo que estuvo entre nosotros, yo corría detrás de mi padre cuando iba a llamarla a su cabaña. Había que agrupar rebaños salvajes. ¿Querría echarles una mano? Y la señorita ensillaba su caballo y se unía a los vaqueros. Cuando divisaban los rebaños, se lanzaban al galope. Cada vez más deprisa, saltando por encima de árboles caídos y zonas pedregosas. Adelante, siempre adelante. Los caballos se empujaban para marchar en cabeza, alcanzando una velocidad que cortaba el aliento. Zancadas inmensas y crines sudorosas. Manchas oscuras sobre el paisaje de escarcha. En poco tiempo, alcanzaban el rebaño. Tras dirigirlo al cercado, la señorita Bird, todavía aturdida, descabalgaba, retocándose el moño con las manos. Cuando algún vaquero, sombrero en mano, la felicitaba, ella sonreía con la mirada perdida en las montañas. Creo que todos sabíamos que, cuando cayeran las primeras nieves, se marcharía. Que el valle sólo era una etapa más de su viaje. Pero, mientras estuvo entre nosotros, aquí, en Estes Park, el solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas, todos estuvimos algo enamorados de ella.


Cabaña de Isabella Bird en Estes Park


*Isabella Bird nació el 15 de octubre de 1831 en Boroughbridge (Yorkshire, Inglaterra). Mujer frágil desde su infancia, sobrevive al cuidado de su hermana. A los cuarenta años, siguiendo el consejo de un médico que le recomienda un viaje por mar, embarca para Australia. Es el comienzo de un itinerario que la lleva a Hawai, donde no sólo aprende a montar a caballo: también escala las laderas del volcán Mauna Loa, de cuatro mil metros de altura. Después, en 1873, recorre todo Colorado, el Lejano Oeste. Allí conoce a un fuera de la ley. Un trampero al que el zarpazo de un oso había desfigurado media cara. Dicen que ambos se enamoraron, pero ésa es otra historia. El relato del viaje se encuentra en A Lady's Life in the Rocky Mountains, recopilación de las cartas escritas a su hermana. En 1878 marcha a Japón, de ahí a Malasia. Al volver a Inglaterra su hermana enferma y ella accede a casarse con el doctor John Bishop. En 1889, muertos hermana y marido, embarca para la India, atraviesa Cachemira, Tíbet, Persia, Kurdistán y Turquía. Ocho años después, llega a Corea y China y, finalmente, a Marruecos. Isabella Bird ha cumplido setenta años. Regresa a Inglaterra en 1901, con la salud deteriorada. Muere tres años después, mientras prepara un nuevo viaje a China.
** Isabella Bird fue la primera mujer miembro de la Royal Geographical Society, avalada por su reputación como exploradora y el éxito de sus libros de viajes.
*** Las imágenes provienen de Internet. 

domingo, 5 de febrero de 2012

Primera sangre


Es casi mediodía y la casa anda toda revuelta. La abuela amasa con fuerza sobre la encimera enharinada la base de su maravillosa coca de verduras. Cuando se forme una bola la dejará reposar bien tapada para que fermente. En un bol, limpios y secos, esperan los tomates, dos pimientos, uno rojo y otro verde, y una cebolla. Dispuestos a ser troceados y aliñados en aceite. La madre, con el delantal bien anudado a su cintura, remueve lentamente el chocolate que humea en el fuego. Cuando esté a punto, rellenará el bizcocho que ya comienza a dorarse en el horno. Un aroma dulzón, con un puntito final de canela, envuelve la cocina. En el comedor, sentado en un sillón, resopla el padre. Lleva más de una hora inflando globos de colores y ya empieza a sentirse un tanto mareado. Niña, ven a ayudarme un poco. La queja del padre se pierde por el pasillo, decorado la tarde anterior con farolillos chinos y guirnaldas. Rosalía asoma la cabeza desde el cuarto de baño pero no se decide a salir. 




Desde que se ha levantado aquella mañana, se siente distinta. La abuela dice que es porque ha entrado en la edad de las ninfas. Una época mágica de cambios y deseos. Ella se mira al espejo y no observa nada diferente. Las mismas mejillas oscuras, el mentón partido, la forma almendrada de los ojos. Retira un resto de harina de la frente mientras relame un grumo de chocolate perdido entre sus labios. Con gesto soñoliento, prepara la ducha. Anhela sentir el agua caliente resbalando sobre su piel. Frotar la piel con aquel jabón tan suave de caléndula. Suele comenzar el baño por los brazos, largos y fibrosos. Después acaricia en círculo las dos montañitas de carne que han surgido en su pecho. Hoy parecen más turgentes y anchas. Se divierte imaginando en qué acabarán convirtiéndose. Si pudiera elegir, desearía los pechos dorados y en forma de limón de su madre. Tan dulces y firmes. Mueve la esponja hacia la llanura de su vientre. Lo nota un tanto hinchado. Después desciende con delicadeza y enjabona la vulva. También desearía la esbeltez y tersura de sus piernas. La esponja recorre las suyas con mayor viveza. Para activar la circulación. Y es entonces, al rozar la cara interna del muslo, cuando ve la sangre. Desciende impetuosa como un río. Pone entonces la mano en la abertura de la vagina. La sangre mana caliente. Como lava de un volcán. Dirige el chorro de agua hacia allí. La presión del agua le provoca extrañas sensaciones, amalgama de placer y de alivio. Sonríe. Sabe que la sangre no va a dejar de brotar durante unos días y que percibirá molestias, como ligeros calambres. Sin embargo, aquel hecho asombroso es el primer peldaño que la aleja de su infancia. Rosalía siente ganas de gritar a los cuatro vientos. Al salir de la ducha, envuelta en la toalla, busca en un cajón del mueble de baño una bolsita de plástico. Allí dentro están las pequeñas compresas que guardó su madre para ella. Llevan esperándola unos meses. Como el vestido que descansa sobre la silla. Lavanda, su color favorito. Envuelta en él saldrá de su habitación. Mi niña. La abrazarán la madre y la abuela. Comiéndola a besos. El padre, embelesado, murmurará, acariciando su pelo. Rosalía querida, jamás estuviste tan hermosa.