¡Mamá!
Mamá, por favor.
La
súplica parece revolotear alrededor de Celia con la levedad de una
mariposa. Pero no detiene su mano. Arranca, una a una, las hojas del
calendario. Sin vacilar. Primero, el gélido enero. El reflejo de las
montañas nevadas en las aguas de un lago. Febrero y marzo van
después. Las hojas volando como cometas. Abril, mayo, junio. Niega
con la cabeza. Julio, un velero surcando el mar en calma, no la
satisface. Y, al fin, agosto. Una cala semisalvaje. La luz del
amanecer sobre una alfombra de caracolas y varias piezas de ropa
dejadas como al descuido. Un hombre joven, jabalina en mano, corre
sobre la arena. Celia ríe de pronto. Se aleja unos pasos para
observar desde la distancia el torso desnudo, fibroso, del atleta.
Recoge el abrigo, los guantes de piel y el chal. Le apetece pasear,
como suele hacer desde hace un tiempo. No importa el clima ni las
protestas de sus hijos. Conoce su preocupación. Una mujer en el
inicio de su madurez, sola. Sienten el abandono del padre como una
cobardía. Y, aunque ya han transcurrido dos años, no dejan de
observarla. Acechan cada palabra, cada gesto. Como si fuera una niña.
Últimamente la perciben cada vez más distante. Habla poco y a veces
tiene la mirada perdida. No se atreven a decirlo en voz alta, pero
temen un trastorno irreversible.
¿Te
acompaño, mamá? Es ya de noche y ha comenzado a llover.
Celia
dice adiós con la mano. Son tan sólo cuatro gotas y el viento ha
amainado. Camina despacio, demorando a conciencia sus pasos. Disfruta
imaginando todo tipo de cosas. Un encuentro inesperado. Un beso
furtivo. Unos brazos alrededor de su cintura. Desde que ya no es
fértil, su carne se ha vuelto dócil. Conoce cada arruga, cada
lunar, cada pliegue. Y toda la orografía de su piel estalla al
contacto de una caricia. Si su ex marido pudiese verla. La pudorosa
Celia, abierta como una flor. Se detiene enfrente de las pistas,
ahora tan solitarias y a oscuras. Lo imagina en la línea de
lanzamiento. El pelo corto y húmedo; la camiseta ceñida. Reclinada
sobre una valla, relee el mensaje de móvil que ha recibido unos
momentos antes de salir de casa. Con aquel lenguaje escueto le ha
repetido, por enésima vez, cuánto la añora y todo lo que le hará
cuando se vean. Y el calor de esas palabras entrecortadas se le ha
agarrado a la piel y no la suelta. Ojalá pudiera hacer que el tiempo
avanzara con un suspiro y llegara pronto agosto. Le ha prometido que
pasarán unos días juntos, en aquella cala casi olvidada. Y que,
para divertirse, imitará la sesión fotográfica. Y en un susurro,
muerto de risa, con jabalina, por supuesto.
Antes
de volver a casa, Celia dará un paseo por los alrededores. Para
tranquilizarse. No quiere preocupar más a sus hijos. Aún son
demasiado jóvenes. En cuanto llegue, les preparará arroz con leche.
Repleto de canela. Su postre favorito.