Yo vivía en Estes Park, un solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas. Tan sólo tres ranchos y algunas cabañas con el techo inclinado, a los pies de la masa nevada de Long´s Peack. Vaqueros, indios de caza y tramperos. Éso era todo. Hasta aquel 28 de septiembre. Las estrellas brillaban con fuerza en un cielo sin nubes. Mi padre fumaba apoyado en el umbral de nuestra casa. Desde el cuarto que compartía con mis hermanos, escuchaba su risa y su incesante charla, interrumpida apenas por los comentarios de mi madre, que cosía, sentada frente al fuego. Alrededor del rancho, pinos adormecidos acunaban a las ardillas y las sombras se movían al compás de un viento suave.

Antes de poder verlos, las aguas tranquilas del lago reflejaron la silueta de los tres jinetes que se acercaban. Dos jóvenes americanos y una extraña mujer con el pelo recogido en un moño y vestida con una mezcla de pantalón a la turca y una amplia falda ligada a los tobillos. La señorita descendió del caballo sonriendo. Venía de un largo viaje. Un año había tardado en llegar desde la lejana Inglaterra. Pero había llegado, al fin. Respiró con fuerza el silente esplendor del valle. Sus ojos azules, bellísimos, brillaban con el fulgor del fuego. Mi padre le tendió la mano y ella se la dejó estrechar con sencillez. El rigor moral de su educación había volado en el huracán que asoló el viejo navío con el que había cruzado el Pacífico. Pero no sólo eso. Al calor del fuego, y mientras duró el otoño, la señorita Bird, acostumbraba a contarnos historias de su antigua vida. Con voz suave y armoniosa, recordaba la perplejidad de los médicos que la trataban desde su infancia. Jaquecas, dolores de espalda. Crisis terribles que la obligaban a refugiarse en el hogar, rodeada de tisanas y libros piadosos. Sanguijuelas perforando su piel y el miedo devorando sus entrañas. Una enfermedad desconocida que la ataba a las patas del sofá, sin más distracción que las visitas caritativas de las señoras de la parroquia y, durante la remisión del dolor, la escritura de poemas. De himnología y metafísica, como corresponde a la hija de un reverendo. Y, de pronto, en medio de aquella terrible tempestad, el dolor voló, enredado en el viento que estremecía las olas. Isabella sonreía al recordarlo. Sonreía con una risa queda, de mujer libre. Ahora su cuerpo le pertenecía. Podía dormir en el suelo, escalar la ladera de un volcán o cabalgar. Montando a pelo. Yo solía escucharla abrazada a sus rodillas. Jamás había conocido a una mujer como la señorita Bird. No, no había una mujer como ella en todo Colorado. Y cada mañana, en el tiempo que estuvo entre nosotros, yo corría detrás de mi padre cuando iba a llamarla a su cabaña. Había que agrupar rebaños salvajes. ¿Querría echarles una mano? Y la señorita ensillaba su caballo y se unía a los vaqueros. Cuando divisaban los rebaños, se lanzaban al galope. Cada vez más deprisa, saltando por encima de árboles caídos y zonas pedregosas. Adelante, siempre adelante. Los caballos se empujaban para marchar en cabeza, alcanzando una velocidad que cortaba el aliento. Zancadas inmensas y crines sudorosas. Manchas oscuras sobre el paisaje de escarcha. En poco tiempo, alcanzaban el rebaño. Tras dirigirlo al cercado, la señorita Bird, todavía aturdida, descabalgaba, retocándose el moño con las manos. Cuando algún vaquero, sombrero en mano, la felicitaba, ella sonreía con la mirada perdida en las montañas. Creo que todos sabíamos que, cuando cayeran las primeras nieves, se marcharía. Que el valle sólo era una etapa más de su viaje. Pero, mientras estuvo entre nosotros, aquí, en Estes Park, el solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas, todos estuvimos algo enamorados de ella.
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Cabaña de Isabella Bird en Estes Park |
*Isabella Bird nació el 15 de octubre de 1831 en Boroughbridge (Yorkshire, Inglaterra). Mujer frágil desde su infancia, sobrevive al cuidado de su hermana. A los cuarenta años, siguiendo el consejo de un médico que le recomienda un viaje por mar, embarca para Australia. Es el comienzo de un itinerario que la lleva a Hawai, donde no sólo aprende a montar a caballo: también escala las laderas del volcán Mauna Loa, de cuatro mil metros de altura. Después, en 1873, recorre todo Colorado, el Lejano Oeste. Allí conoce a un fuera de la ley. Un trampero al que el zarpazo de un oso había desfigurado media cara. Dicen que ambos se enamoraron, pero ésa es otra historia. El relato del viaje se encuentra en A Lady's Life in the Rocky Mountains, recopilación de las cartas escritas a su hermana. En 1878 marcha a Japón, de ahí a Malasia. Al volver a Inglaterra su hermana enferma y ella accede a casarse con el doctor John Bishop. En 1889, muertos hermana y marido, embarca para la India, atraviesa Cachemira, Tíbet, Persia, Kurdistán y Turquía. Ocho años después, llega a Corea y China y, finalmente, a Marruecos. Isabella Bird ha cumplido setenta años. Regresa a Inglaterra en 1901, con la salud deteriorada. Muere tres años después, mientras prepara un nuevo viaje a China.
** Isabella Bird fue la primera mujer miembro de la Royal Geographical Society, avalada por su reputación como exploradora y el éxito de sus libros de viajes.
*** Las imágenes provienen de Internet.