miércoles, 18 de julio de 2012

Ancho mar

No puedo imaginarme qué será de ti. Mi madre me observaba con inquietud. Aquella chiquilla delgada, demasiado alta para su edad y con esos enormes ojos fijos. Tímida y perdida en un mundo irreal. La hija de una criolla y un médico galés que deseaba ser negra. Admiraba yo la fortaleza de aquellas mujeres, la risa perenne en sus bocas, su vivacidad. Y, sobre todo, envidiaba su despreocupación por el matrimonio, en un tiempo en que parecía ser ésa la misión en la vida de toda muchacha. Temía crecer y convertirme en una solterona, allá en la Dominica. Ni siquiera me gustaba coser. ¿Qué iba a ser de mí? Me refugié en los libros. Decidí  leer todo lo que caía en mis manos, al abrigo de un árbol de franchipán y helechos dorados y frescos. Crecí enamorada de las palabras. Nadie habría podido ser más feliz que yo. Sentada en la mecedora, leyendo, llegué a imaginar que aquel Dios del que tanto oía hablar era un libro. Leyendo, traté de suprimir la realidad que me resultaba tan desconcertante. La indiferencia de mi madre, la amable aunque vaga presencia de mi padre. La existencia de mi niñera. Su malhumor, el gesto que retorcía su rostro como si estuvera recordando en todo momento algo terrible. Todo en ella me inspiraba terror. Hasta las historias que contaba. Zombies, hombres lobo, mujeres vampiro. Durante mucho tiempo, sólo pude dormir en el fondo de la cama, tapándome la cabeza con las sábanas. Ella me enseñó un mundo de temor y desconfianza en el que todavía habito. A mis 86 años, cuando mis manos están tan paralizadas que apenas puedo sostener la pluma y mi corazón se agota a cada latido. Por eso debo seguir escribiendo. Eliminar toda la tristeza del pasado. En cada capítulo, en cada palabra. Como un exorcismo. Para no sentir que mi vida ha sido un terrible fracaso. Borrar el recuerdo de Londres, el frío, frío Londres de mi juventud. Las giras como corista en pequeños teatros, viviendo de habitación en habitación, de hombre en hombre. Esperando que algo sucediera. Algo que rompiera la monotonía y pudiera satisfacer mi deseo de protección y mi anhelo de aventura. Todo a un tiempo. Sin saber que todo está dentro de mí. El bien y el mal, el amor y el odio, la belleza y la fealdad. La fuerza para seguir. No estoy acostumbrada a la felicidad. Me da miedo. Amistades, amores. Han durado poco. Me he sentido siempre una extranjera, allá donde he estado. Y sí, me reconozco culpable de todos los pecados. Culpable de desesperación, de egoísmo, de vanidad. Culpable de conocer la lujuria y la embriaguez. De la humillación de recibir dinero de quien se ama. Culpable de todos los pecados. Menos uno. El de la frialdad de corazón. Y ahora que Dios y el Diablo andan ya muy lejos, me sorprendo a veces soñando con la isla. Recuerdo aquel hermoso y lejano mar de mi infancia. Azul, traicionero, enorme. Aquel ancho mar.




Nota. *Después de haber publicado cinco libros admirados por la crítica, en el período de 1927 a 1939, Jean Rhys desapareció de la escena literaria. Muchos creyeron que había muerto. A finales de la década de los 50, a consecuencia de la dramatización radiada de una de sus novelas Good Morning, Midnight, se averiguó su paradero. Estaba escribiendo una nueva novela. Siete años tardó en acabarla. La tituló Wide Sargasso Sea. Con su publicación en 1966 obtuvo premios y el reconocimiento unánime de público y crítica. Pero el reconocimiento llegó tarde: su salud ya era muy frágil y las relaciones con otros escritores, escasas.
**Wide Sargasso Sea (Ancho mar de los Sargazos) cuenta la historia de Bertha, el enigmático personaje de la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë. La primera señora de Rochester que vive su locura confinada en la buhardilla de Thornfield Hall. Jean Rhys la convierte en un personaje perturbador y fascinante. El retrato fiel de una enajenada heredera criolla, incapaz de adaptarse a la vida.
***Jean Rhys murió el 14 de mayo de 1979. Tres años antes había comenzado a escribir su autobiografía a la que puso por título Sonríe, por favor. Tan sólo pudo acabar la primera parte.

domingo, 10 de junio de 2012

Agosto en el calendario



¡Mamá! Mamá, por favor.

La súplica parece revolotear alrededor de Celia con la levedad de una mariposa. Pero no detiene su mano. Arranca, una a una, las hojas del calendario. Sin vacilar. Primero, el gélido enero. El reflejo de las montañas nevadas en las aguas de un lago. Febrero y marzo van después. Las hojas volando como cometas. Abril, mayo, junio. Niega con la cabeza. Julio, un velero surcando el mar en calma, no la satisface. Y, al fin, agosto. Una cala semisalvaje. La luz del amanecer sobre una alfombra de caracolas y varias piezas de ropa dejadas como al descuido. Un hombre joven, jabalina en mano, corre sobre la arena. Celia ríe de pronto. Se aleja unos pasos para observar desde la distancia el torso desnudo, fibroso, del atleta. Recoge el abrigo, los guantes de piel y el chal. Le apetece pasear, como suele hacer desde hace un tiempo. No importa el clima ni las protestas de sus hijos. Conoce su preocupación. Una mujer en el inicio de su madurez, sola. Sienten el abandono del padre como una cobardía. Y, aunque ya han transcurrido dos años, no dejan de observarla. Acechan cada palabra, cada gesto. Como si fuera una niña. Últimamente la perciben cada vez más distante. Habla poco y a veces tiene la mirada perdida. No se atreven a decirlo en voz alta, pero temen un trastorno irreversible.

¿Te acompaño, mamá? Es ya de noche y ha comenzado a llover.

Celia dice adiós con la mano. Son tan sólo cuatro gotas y el viento ha amainado. Camina despacio, demorando a conciencia sus pasos. Disfruta imaginando todo tipo de cosas. Un encuentro inesperado. Un beso furtivo. Unos brazos alrededor de su cintura. Desde que ya no es fértil, su carne se ha vuelto dócil. Conoce cada arruga, cada lunar, cada pliegue. Y toda la orografía de su piel estalla al contacto de una caricia. Si su ex marido pudiese verla. La pudorosa Celia, abierta como una flor. Se detiene enfrente de las pistas, ahora tan solitarias y a oscuras. Lo imagina en la línea de lanzamiento. El pelo corto y húmedo; la camiseta ceñida. Reclinada sobre una valla, relee el mensaje de móvil que ha recibido unos momentos antes de salir de casa. Con aquel lenguaje escueto le ha repetido, por enésima vez, cuánto la añora y todo lo que le hará cuando se vean. Y el calor de esas palabras entrecortadas se le ha agarrado a la piel y no la suelta. Ojalá pudiera hacer que el tiempo avanzara con un suspiro y llegara pronto agosto. Le ha prometido que pasarán unos días juntos, en aquella cala casi olvidada. Y que, para divertirse, imitará la sesión fotográfica. Y en un susurro, muerto de risa, con jabalina, por supuesto.

Antes de volver a casa, Celia dará un paseo por los alrededores. Para tranquilizarse. No quiere preocupar más a sus hijos. Aún son demasiado jóvenes. En cuanto llegue, les preparará arroz con leche. Repleto de canela. Su postre favorito.



lunes, 16 de abril de 2012

Gardenias blancas

Desde hace unos días me siento extraña. La cabeza se me ha llenado de sombras y ni siquiera sé bien dónde estoy. Por mis párpados cansados se cuela una luz triste, del color de mis flores favoritas. Hay murmullos a mi alrededor pero no puedo ver sus caras. Un peso enorme me lo impide. Un peso frío y brillante. Como una lápida. Mamá, grito. Lester. Louis, ¿dónde estás? El grito se me queda agarrado a la garganta y mis labios permanecen inertes. Y qué más da. Enseguida recuerdo que mamá y Lester están muertos. Y Louis… Sus figuras me llevan de nuevo a las calles donde me crié. Veo la miseria de aquellas casas viejas; huelo el olor rancio de los prostíbulos, la col agria hervida en el comedor del reformatorio católico. Siento, hoy más que nunca, las manos húmedas de aquel hombre corpulento y calvo palpando mis muslos, profanando la suave piel de una niña de diez años. Una niña crecida prematuramente. Dicen que mentí al describir en mi biografía todos aquellos años y los que siguieron. Mi adicción a la heroína, la venta de mi cuerpo, los insultos del público al salir al escenario. Que he fantaseado sobre un padre desaparecido tras mi nacimiento. Sobre los hombres de mi vida. Maridos, amantes. Casi todos proxenetas o ladrones a quienes acabo causando más problemas que placer. Encarcelaciones por drogas, intentos de rehabilitación. Todo eso me hace perder actuaciones. No soy un buen negocio. Louis, mi último marido, anda siempre enfadado conmigo. Dice que voy regalando mi sexo a cualquiera y así no se puede trabajar. Mi poca cabeza. Pero qué hacer cuando, aún vestida de raso y con flores en el pelo, una siente que sigue en la plantación. Ni una sola caña de azúcar en kms a la redonda pero en los locales de la calle 52 no hay más caras negras que Teddy Wilson y yo. Tan sólo en el Greenwich Village, en el Café Society Dowtown, me siento más a gusto. Donde la música no entiende de colores. Denme allí dos gardenias blancas para recoger mis cabellos y Lady Day saldrá al escenario. Sensual, arrogante, hermosa. Mi voz no es el instrumento de una cantante, sino el de una mujer. Nunca canto igual. Nunca el mismo tiempo. Una noche es un poquito más lento; la siguiente un poco más brillante. Depende de cómo me sienta. Pero cada noche, en el Society, acabo mi actuación con las luces apagadas y el rostro iluminado por un foco tenue. Entono Strange fruit. Les hablo de los árboles sureños, de sus hojas sangrientas. De sus extraños frutos. Aquellos cuerpos negros balanceándose en las ramas. Cuando callo, todo se queda a oscuras. Es mi último canto. Entonces abandono el escenario para no volver. Mientras estallan los aplausos.






*Billie Holiday murió, arruinada y sola, en el Metropolitan Hospital de New York el 17 de julio de 1959. Tenía 44 años. Mientras yacía moribunda fue arrestada por posesión de drogas y permaneció bajo custodia policial hasta el final.
**Su gran amigo el saxofonista Lester Young, que la apodó Lady Day por su elegancia sobre el escenario, había muerto cuatro meses antes. En su entierro, ella predijo que sería la siguiente.
***Strange fruit fue declarada la canción del siglo por la revista Time, comparándola con la pintura de Edward Munch El grito. Escuchadla en esta antigua grabación. Su belleza sobrecogedora está más allá de las deficiencias técnicas del vídeo.







Imagen y vídeo tomados de Internet

miércoles, 7 de marzo de 2012

Indecisión



La tienda está vacía a esas horas. El dependiente, un hombre de pelo blanco y sonrisa cansada, ordena las prendas de ropa. Sólo faltan diez minutos para cerrar. Hoy no ve el momento de marcharse. Ha estado sólo todo el día y, desde primera hora de la tarde, se le ha instalado una molesto dolor en la espalda. Mientras está doblando un suéter, se abre la puerta. La cliente de última hora, la que revuelve todo y se marcha al fin sin comprar. El dependiente frunce el ceño. Con amabilidad forzada, le ofrece su ayuda, pero la chica deniega con un breve gesto de cabeza. Recorre la tienda despacio. Revisa los chalecos, las chaquetas de punto, las camisas. Nada parece de su agrado. Despliega unas bufandas, se prueba una gorra varias tallas más grande. El hombre mira impaciente su reloj. Como no cierre caja, va a perder el metro. Desdobla de nuevo la prenda que tiene en sus manos. Pura lana virgen. Suave y ligero. Cualquier hombre lo llevaría con agrado. Ella desliza su mano para acariciarlo. ¿Lo cree adecuado? Imagina a su amante por la noche, en el calor del dormitorio, quitándose el suéter delante de su mujer. Imagina sus dudas. Sus mentiras absurdas. Las risas sofocadas mientras se tumba finalmente sobre ella. ¿De veras es adecuado? La chica pregunta en voz baja ¿Es éste el regalo adecuado para un hombre que la ama, pero no suficiente?






Imagen tomada de Internet

domingo, 26 de febrero de 2012

Cenizas en el viento


El día había amanecido nublado. Presagiaba lluvia. La mayoría de los asistentes decidieron llevar paraguas. Clara también. Paraguas blanco y gabardina a juego. El negro, para la familia. Los que iban a llorar su ausencia.

La ceremonia fue tan emotiva como cabía esperar. El viudo ensalzó a la mujer con voz ronca y ojos húmedos. Las dos hijas, enlazadas por la cintura, juraron no olvidarla. Desde los bancos de la capilla, sollozos entrecortados.

Bajo el árbol favorito de la muerta cavaron un pequeño hoyo. El viudo se encargó de abrir la urna. Te echaré de menos. Clara cerró los ojos. Por un instante, le pareció escuchar su risa atravesando las paredes del comedor, bromeando con el marido y las niñas, mientras ella cenaba en la cocina con la asistenta. Noche tras noche. Por un simple problema de espacio. Nada personal. Hasta que la abuela la mandó a buscar. Con la maleta en la mano, al despedirse, Clara la besó en la mejilla. Sólo dos palabras, suplicó. La mujer la apartó de su lado. Yo era una casi una niña y él un hombre casado. Fue un accidente. Y con su maravillosa sonrisa abrió la puerta. Ven a visitarnos cuando quieras. La abuela se llevó a Clara agarrada por la cintura. Mi niña. Tenía los labios muy pálidos. 

Al volcar la urna, el cielo se oscureció por completo y se levantó un viento de tormenta. La primera ráfaga recogió las cenizas y las alzó por encima del árbol. Parecía una señal. Tal vez ella les estaba sonriendo, allá arriba. Tan sólo dos palabras, mamá. Antes de que las cenizas cayeran sobre su cabeza, Clara abrió el paraguas. 



domingo, 12 de febrero de 2012

La señorita de las Montañas Rocosas


Yo vivía en Estes Park, un solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas. Tan sólo tres ranchos y algunas cabañas con el techo inclinado, a los pies de la masa nevada de Long´s Peack. Vaqueros, indios de caza y tramperos. Éso era todo. Hasta aquel 28 de septiembre. Las estrellas brillaban con fuerza en un cielo sin nubes. Mi padre fumaba apoyado en el umbral de nuestra casa. Desde el cuarto que compartía con mis hermanos, escuchaba su risa y su incesante charla, interrumpida apenas por los comentarios de mi madre, que cosía, sentada frente al fuego. Alrededor del rancho, pinos adormecidos acunaban a las ardillas y las sombras se movían al compás de un viento suave.

Antes de poder verlos, las aguas tranquilas del lago reflejaron la silueta de los tres jinetes que se acercaban. Dos jóvenes americanos y una extraña mujer con el pelo recogido en un moño y vestida con una mezcla de pantalón a la turca y una amplia falda ligada a los tobillos. La señorita descendió del caballo sonriendo. Venía de un largo viaje. Un año había tardado en llegar desde la lejana Inglaterra. Pero había llegado, al fin. Respiró con fuerza el silente esplendor del valle. Sus ojos azules, bellísimos, brillaban con el fulgor del fuego. Mi padre le tendió la mano y ella se la dejó estrechar con sencillez. El rigor moral de su educación había volado en el huracán que asoló el viejo navío con el que había cruzado el Pacífico. Pero no sólo eso. Al calor del fuego, y mientras duró el otoño, la señorita Bird, acostumbraba a contarnos historias de su antigua vida. Con voz suave y armoniosa, recordaba la perplejidad de los médicos que la trataban desde su infancia. Jaquecas, dolores de espalda. Crisis terribles que la obligaban a refugiarse en el hogar, rodeada de tisanas y libros piadosos. Sanguijuelas perforando su piel y el miedo devorando sus entrañas. Una enfermedad desconocida que la ataba a las patas del sofá, sin más distracción que las visitas caritativas de las señoras de la parroquia y, durante la remisión del dolor, la escritura de poemas. De himnología y metafísica, como corresponde a la hija de un reverendo. Y, de pronto, en medio de aquella terrible tempestad, el dolor voló, enredado en el viento que estremecía las olas. Isabella sonreía al recordarlo. Sonreía con una risa queda, de mujer libre. Ahora su cuerpo le pertenecía. Podía dormir en el suelo, escalar la ladera de un volcán o cabalgar. Montando a pelo. Yo solía escucharla abrazada a sus rodillas. Jamás había conocido a una mujer como la señorita Bird. No, no había una mujer como ella en todo Colorado. Y cada mañana, en el tiempo que estuvo entre nosotros, yo corría detrás de mi padre cuando iba a llamarla a su cabaña. Había que agrupar rebaños salvajes. ¿Querría echarles una mano? Y la señorita ensillaba su caballo y se unía a los vaqueros. Cuando divisaban los rebaños, se lanzaban al galope. Cada vez más deprisa, saltando por encima de árboles caídos y zonas pedregosas. Adelante, siempre adelante. Los caballos se empujaban para marchar en cabeza, alcanzando una velocidad que cortaba el aliento. Zancadas inmensas y crines sudorosas. Manchas oscuras sobre el paisaje de escarcha. En poco tiempo, alcanzaban el rebaño. Tras dirigirlo al cercado, la señorita Bird, todavía aturdida, descabalgaba, retocándose el moño con las manos. Cuando algún vaquero, sombrero en mano, la felicitaba, ella sonreía con la mirada perdida en las montañas. Creo que todos sabíamos que, cuando cayeran las primeras nieves, se marcharía. Que el valle sólo era una etapa más de su viaje. Pero, mientras estuvo entre nosotros, aquí, en Estes Park, el solitario y hermoso valle de las Montañas Rocosas, todos estuvimos algo enamorados de ella.


Cabaña de Isabella Bird en Estes Park


*Isabella Bird nació el 15 de octubre de 1831 en Boroughbridge (Yorkshire, Inglaterra). Mujer frágil desde su infancia, sobrevive al cuidado de su hermana. A los cuarenta años, siguiendo el consejo de un médico que le recomienda un viaje por mar, embarca para Australia. Es el comienzo de un itinerario que la lleva a Hawai, donde no sólo aprende a montar a caballo: también escala las laderas del volcán Mauna Loa, de cuatro mil metros de altura. Después, en 1873, recorre todo Colorado, el Lejano Oeste. Allí conoce a un fuera de la ley. Un trampero al que el zarpazo de un oso había desfigurado media cara. Dicen que ambos se enamoraron, pero ésa es otra historia. El relato del viaje se encuentra en A Lady's Life in the Rocky Mountains, recopilación de las cartas escritas a su hermana. En 1878 marcha a Japón, de ahí a Malasia. Al volver a Inglaterra su hermana enferma y ella accede a casarse con el doctor John Bishop. En 1889, muertos hermana y marido, embarca para la India, atraviesa Cachemira, Tíbet, Persia, Kurdistán y Turquía. Ocho años después, llega a Corea y China y, finalmente, a Marruecos. Isabella Bird ha cumplido setenta años. Regresa a Inglaterra en 1901, con la salud deteriorada. Muere tres años después, mientras prepara un nuevo viaje a China.
** Isabella Bird fue la primera mujer miembro de la Royal Geographical Society, avalada por su reputación como exploradora y el éxito de sus libros de viajes.
*** Las imágenes provienen de Internet. 

domingo, 5 de febrero de 2012

Primera sangre


Es casi mediodía y la casa anda toda revuelta. La abuela amasa con fuerza sobre la encimera enharinada la base de su maravillosa coca de verduras. Cuando se forme una bola la dejará reposar bien tapada para que fermente. En un bol, limpios y secos, esperan los tomates, dos pimientos, uno rojo y otro verde, y una cebolla. Dispuestos a ser troceados y aliñados en aceite. La madre, con el delantal bien anudado a su cintura, remueve lentamente el chocolate que humea en el fuego. Cuando esté a punto, rellenará el bizcocho que ya comienza a dorarse en el horno. Un aroma dulzón, con un puntito final de canela, envuelve la cocina. En el comedor, sentado en un sillón, resopla el padre. Lleva más de una hora inflando globos de colores y ya empieza a sentirse un tanto mareado. Niña, ven a ayudarme un poco. La queja del padre se pierde por el pasillo, decorado la tarde anterior con farolillos chinos y guirnaldas. Rosalía asoma la cabeza desde el cuarto de baño pero no se decide a salir. 




Desde que se ha levantado aquella mañana, se siente distinta. La abuela dice que es porque ha entrado en la edad de las ninfas. Una época mágica de cambios y deseos. Ella se mira al espejo y no observa nada diferente. Las mismas mejillas oscuras, el mentón partido, la forma almendrada de los ojos. Retira un resto de harina de la frente mientras relame un grumo de chocolate perdido entre sus labios. Con gesto soñoliento, prepara la ducha. Anhela sentir el agua caliente resbalando sobre su piel. Frotar la piel con aquel jabón tan suave de caléndula. Suele comenzar el baño por los brazos, largos y fibrosos. Después acaricia en círculo las dos montañitas de carne que han surgido en su pecho. Hoy parecen más turgentes y anchas. Se divierte imaginando en qué acabarán convirtiéndose. Si pudiera elegir, desearía los pechos dorados y en forma de limón de su madre. Tan dulces y firmes. Mueve la esponja hacia la llanura de su vientre. Lo nota un tanto hinchado. Después desciende con delicadeza y enjabona la vulva. También desearía la esbeltez y tersura de sus piernas. La esponja recorre las suyas con mayor viveza. Para activar la circulación. Y es entonces, al rozar la cara interna del muslo, cuando ve la sangre. Desciende impetuosa como un río. Pone entonces la mano en la abertura de la vagina. La sangre mana caliente. Como lava de un volcán. Dirige el chorro de agua hacia allí. La presión del agua le provoca extrañas sensaciones, amalgama de placer y de alivio. Sonríe. Sabe que la sangre no va a dejar de brotar durante unos días y que percibirá molestias, como ligeros calambres. Sin embargo, aquel hecho asombroso es el primer peldaño que la aleja de su infancia. Rosalía siente ganas de gritar a los cuatro vientos. Al salir de la ducha, envuelta en la toalla, busca en un cajón del mueble de baño una bolsita de plástico. Allí dentro están las pequeñas compresas que guardó su madre para ella. Llevan esperándola unos meses. Como el vestido que descansa sobre la silla. Lavanda, su color favorito. Envuelta en él saldrá de su habitación. Mi niña. La abrazarán la madre y la abuela. Comiéndola a besos. El padre, embelesado, murmurará, acariciando su pelo. Rosalía querida, jamás estuviste tan hermosa.