No puedo imaginarme qué será de ti. Mi madre me observaba con inquietud. Aquella chiquilla delgada, demasiado alta para su edad y con esos enormes ojos fijos. Tímida y perdida en un mundo irreal. La hija de una criolla y un médico galés que deseaba ser negra. Admiraba yo la fortaleza de aquellas mujeres, la risa perenne en sus bocas, su vivacidad. Y, sobre todo, envidiaba su despreocupación por el matrimonio, en un tiempo en que parecía ser ésa la misión en la vida de toda muchacha. Temía crecer y convertirme en una solterona, allá en la Dominica. Ni siquiera me gustaba coser. ¿Qué iba a ser de mí? Me refugié en los libros. Decidí leer todo lo que caía en mis manos, al abrigo de un árbol de franchipán y helechos dorados y frescos. Crecí enamorada de las palabras. Nadie habría podido ser más feliz que yo. Sentada en la mecedora, leyendo, llegué a imaginar que aquel Dios del que tanto oía hablar era un libro. Leyendo, traté de suprimir la realidad que me resultaba tan desconcertante. La indiferencia de mi madre, la amable aunque vaga presencia de mi padre. La existencia de mi niñera. Su malhumor, el gesto que retorcía su rostro como si estuvera recordando en todo momento algo terrible. Todo en ella me inspiraba terror. Hasta las historias que contaba. Zombies, hombres lobo, mujeres vampiro. Durante mucho tiempo, sólo pude dormir en el fondo de la cama, tapándome la cabeza con las sábanas. Ella me enseñó un mundo de temor y desconfianza en el que todavía habito. A mis 86 años, cuando mis manos están tan paralizadas que apenas puedo sostener la pluma y mi corazón se agota a cada latido. Por eso debo seguir escribiendo. Eliminar toda la tristeza del pasado. En cada capítulo, en cada palabra. Como un exorcismo. Para no sentir que mi vida ha sido un terrible fracaso. Borrar el recuerdo de Londres, el frío, frío Londres de mi juventud. Las giras como corista en pequeños teatros, viviendo de habitación en habitación, de hombre en hombre. Esperando que algo sucediera. Algo que rompiera la monotonía y pudiera satisfacer mi deseo de protección y mi anhelo de aventura. Todo a un tiempo. Sin saber que todo está dentro de mí. El bien y el mal, el amor y el odio, la belleza y la fealdad. La fuerza para seguir. No estoy acostumbrada a la felicidad. Me da miedo. Amistades, amores. Han durado poco. Me he sentido siempre una extranjera, allá donde he estado. Y sí, me reconozco culpable de todos los pecados. Culpable de desesperación, de egoísmo, de vanidad. Culpable de conocer la lujuria y la embriaguez. De la humillación de recibir dinero de quien se ama. Culpable de todos los pecados. Menos uno. El de la frialdad de corazón. Y ahora que Dios y el Diablo andan ya muy lejos, me sorprendo a veces soñando con la isla. Recuerdo aquel hermoso y lejano mar de mi infancia. Azul, traicionero, enorme. Aquel ancho mar.
Nota. *Después de haber publicado cinco libros admirados por la crítica, en el período de 1927 a 1939, Jean Rhys desapareció de la escena literaria. Muchos creyeron que había muerto. A finales de la década de los 50, a consecuencia de la dramatización radiada de una de sus novelas Good Morning, Midnight, se averiguó su paradero. Estaba escribiendo una nueva novela. Siete años tardó en acabarla. La tituló Wide Sargasso Sea. Con su publicación en 1966 obtuvo premios y el reconocimiento unánime de público y crítica. Pero el reconocimiento llegó tarde: su salud ya era muy frágil y las relaciones con otros escritores, escasas.
**Wide Sargasso Sea (Ancho mar de los Sargazos) cuenta la historia de Bertha, el enigmático personaje de la novela Jane Eyre de Charlotte Brontë. La primera señora de Rochester que vive su locura confinada en la buhardilla de Thornfield Hall. Jean Rhys la convierte en un personaje perturbador y fascinante. El retrato fiel de una enajenada heredera criolla, incapaz de adaptarse a la vida.
***Jean Rhys murió el 14 de mayo de 1979. Tres años antes había comenzado a escribir su autobiografía a la que puso por título Sonríe, por favor. Tan sólo pudo acabar la primera parte.